Simone Weil es incatalogable para muchos: unos dicen que es filósofa, otros la tratan de mística, otros de activista y algunos más de poetisa. La pregunta sería ¿no puede una mujer ser todo eso?

Aura Muñoz Romo, colaboradora La Voz de Michoacán

Simone Weil nació en París el 3 de febrero de 1909, en el seno de una familia judía. Decidió estudiar filosofía y literatura con la mentoría de Émile Chartier, mejor conocido como Alain. Desde ese entonces, Simone ya expresaba su originalidad. Hablaba con decisión, pero como si una musa la estuviera guiando. Sus frases eran claras y contundentes, pero transmitían belleza y verdad. Quizás eso tuvo que ver con el hecho de que, a los diecinueva años, fuera admitida con la calificación más alta en la Escuela Superior de París.

¿Cómo fue que Simone llegó a la poesía? Para empezar, Simone Weil es incatalogable para muchos: unos dicen que es filósofa, otros la tratan de mística, otros de activista y algunos más de poetisa. La pregunta sería ¿no puede una mujer ser todo eso?

Simone siempre fue aguda en sus opiniones y jamás escribió un solo libro en toda su vida. Después de su muerte, acontecida en un sanatorio de Ashford en Inglaterra el 24 de agosto de 1943 tras haber sido ingresada por tuberculosis, falleció a la edad de 34 años. Una vida corta, pero intensa y que ahora entendemos en su poesía, que fue rescatada, al igual que todas sus notas, manuscritos y cartas por el que la llamó “el espíritu más grande de nuestro tiempo”: Albert Camus. Él y amigos clasificaron y pusieron en orden las obras de Weil, entre las que destacan Echar raíces, La gravedad y la gracia, La condición obrera, Cuadernos, Carta a un religioso, Escritos de Londres y últimas cartas, A la espera de Dios y Venecia Salvada.

En “A una joven rica” utiliza la primera persona para dirigirse a Climena con una confianza muy grande.

Climena, con el tiempo quiero ver en tus encantos
cómo mana de día a día y brota el don de las lágrimas.
Tu belleza no es aún más que una armadura de orgullo,
que los días transcurridos convertirán en ceniza;
no se te verá [más], exultante, descender,
orgullosa y sin máscara en la noche del sepulcro.

La describe como una inconsciente de que la única certeza que existe en este mundo es que todos vamos a morir. Se nota cierta alegoría a las Santas Escrituras cuando nos dan la ceniza: “Polvo eres y en polvo te convertirás”.

¿Hacia qué destino prometido, en tu flor pasajera,
te deslizas? ¿Hacia qué destino? ¿Qué gélida miseria
vendrá a oprimir tu corazón hasta hacerle gritar?
Nada se elevará para salvar tanta gracia;
Los cielos permanecen mudos a la espera del día que borre
las facciones puras, una tez dulce que un día se vio brillar.

Menciona la gracia y el hecho de que, después de que llueve, el sol brilla tanto para justos como injustos. Cuando el sufrimiento toca, es inevitable que las lágrimas aparezcan. Hasta Jesucristo lloró en la cruz cuando sintió su mortalidad, se dirigió al cielo y preguntó: “Elí, Elí… ¿por qué me has abandonado?” El rostro cambia cuando el alma sufre.

Un día puede hacer palidecer tu rostro, un día puede retorcer
tus flancos bajo un hambre punzante; un escalofrío muerde
tu frágil carne, recién salida de las cavidades de la tibieza;
un día y serás un espectro en ese corro exhausto
que sin respiro por la prisión del mundo
corre, corre, con el hambre en el vientre por motor.

Una clara advertencia de las fatalidades que existen Los bienes materiales se acaban, y sin ellos, no sabemos cómo enfrentar la vida.

La noche perseguida por los bancales como un rebaño,
¿Dónde encontrar en lo sucesivo tu mano fina y delicada,
tu compostura, tu frente, tu boca con su gesto altivo?
El agua brilla. ¿Te estremeces? ¿Por qué esa mirada vacía?
Demasiado muerta para morir, queda pues, carne lívida,
¡Montón de andrajos postrados en el gris de la mañana!

Weil defiende el amor fati: hay que amar lo que venga. Avisa a Climena de su caída. Las ropas finas se convertirán en andrajos y tendrá que seguir caminando, aceptando el azar, el amor fati que, en un futuro, podrá regresarle su fortuna o viviendo en la miseria, pero más sabia.

La fábrica abre. ¿Irás tú a penar ante la cadena?
Renuncia al gesto lento de tu gracia de reina.
Deprisa. Más deprisa. ¡Vamos! Deprisa. Más deprisa.
Por la tarde al marchar, miradas apagadas, rodillas rotas, sumisa,
Sin una palabra; en tus labios humildes y pálidos se leen
la obediencia al duro orden y el esfuerzo sin esperanza

Es claro que en esta vida no deben existir reyes ni emperadores. Si ellos cayeron, es obvio que las personas que abrazan la altivez, el poder, el desdén, también caerán.  ¿Podrá Climena cambiar antes de que esto ocurra?

¿Irás tú en las tardes, con los rumores de la ciudad,
a dejar mancillar por unos céntimos tu carne servil,
tu carne muerta, transformada en piedra por el hambre?
Ella no se estremece más que cuando una mano la acaricia;
los retrocesos, los sobresaltos han sido borrados de tu vida.
Las lágrimas son un lujo [allí] donde son aspiradas en vano.

Weil habla duro a las muchachas ricas a través de Climena. ¿Qué van a hacer cuando su dinero, su belleza y su gracia se esfumen y tengan hambre? No están acostumbradas a trabajar como los obreros. ¿Les queda convertirse en prostitutas y que sólo con su piel que creyeron es la herramienta que les puede dar migajas para sobrevivir?

Pero tú sonríes. Para ti las desgracias son fábulas.
Tranquila y lejos de la suerte de tus hermanas miserables,
no les otorgas siquiera el favor de una mirada.
Tú puedes, cerrados los ojos, prodigar las limosnas;
tu sueño incluso se mantiene puro de estos lúgubres fantasmas
y tus días transcurren claros bajo el abrigo de una fortaleza.

Este verso es importante porque le da a Climena la fuerza para desarraigarse del sufrimiento, dejarlo ser y aguantar, de una manera estoica, los malos momentos, tomar lo mejor para hacerse más fuerte y sabia, llenándose de gracia.

Trozos de papel más duros que las murallas te protegen.
Que se quemen, y tu corazón, tus entrañas,
Serán entonces golpeados hasta quebrar tu ser.
Mas este papel te asfixia, él esconde el cielo y la tierra,
Esconde a los mortales y a Dios. Sal de tu invernáculo,
Desnuda y temblorosa envuelta en los vientos de un universo
            helado.

Estos trozos pueden ser dos cosas: o bien el diario de Climena, donde posa cada uno de sus pensamientos, o la Biblia. En ambos, Weil consideraría que un ateo o católico se puede refugiar.

Simone dejó en sus manuscritos la siguiente nota: Ojalá que el universo entero, desde la piedrecita que está en mis pies hasta las estrellas más remotas, exista en todo momento para mí”. Si esa frase no es poética, léala de nuevo. Seguramente, encontrará lo que está buscando y verá que el mundo necesita balance, ya que es la acción humana la que puede equilibrar poniendo más peso en el platillo más liviano. La historia lo ha contado más de una vez.

Aura Muñoz Romo es Maestra en Filosofía de la Cultura. Diplomada en Creación Literaria. Escritora y Doctorante de Filosofía en la UMSNH. Ganadora de la medalla “Dr. Ignacio Chávez Sánchez” 2022 de Maestría.