Cada año, cuando el aire se vuelve más fresco y las calles se llenan del olor a cempasúchil, en México ocurre algo más que una celebración: se abre un portal simbólico entre el mundo de los vivos y el de los muertos. El Día de Muertos no es solo una tradición festiva, sino una forma de dialogar con la pérdida; un modo profundamente humano de asimilar el duelo a través del rito.
George H. Pollock (1976), en su texto “Las manifestaciones de duelo anormal: homicidio y suicidio después de la muerte de otro”, propone una mirada profunda sobre la relación entre cultura, ritual y psique humana. Su análisis revela algo fundamental: las distintas civilizaciones, a lo largo de la historia, han creado rituales funerarios no solo como expresión de creencias religiosas, sino como mecanismos psicológicos esenciales para enfrentar la pérdida.
Pollock observó que las culturas evolucionan en su manera de lidiar con la muerte, pero mantienen un elemento constante: la necesidad de simbolizar la continuidad de la vida más allá de la muerte. Desde las primeras prácticas del paleolítico hasta las elaboradas ceremonias actuales, el ser humano parece necesitar ese gesto ritual un entierro, una plegaria, una ofrenda para restablecer el orden interior que la pérdida rompe.
En la mayoría de las tradiciones, incluso en la occidental contemporánea, los rituales fúnebres no solo se dirigen al difunto, sino también al sobreviviente. Son un modo de reconocer el vacío, de permitir que el dolor tenga un cauce. Pollock sugiere que, al perder estas prácticas o reducirlas a formalidades, se corre el riesgo de un duelo incompleto o patológico, donde la emoción queda suspendida, sin símbolo que la sostenga.
Las culturas antiguas como la azteca, comprendían esto de forma intuitiva. Sus ritos eran puentes entre mundos, una forma de cuidar al muerto para que no regresara, y de cuidar al vivo para que pudiera seguir existiendo. En ese acto simbólico, la psique encontraba contención y sentido.
Hoy, en un mundo cada vez más rápido y des ritualizado, quizá el reto sea precisamente reconstruir esos espacios simbólicos. No por nostalgia cultural, sino por salud mental. Porque el ritual, en su esencia, no pertenece al pasado ni a la religión: pertenece a la mente humana y a su necesidad de transformar la ausencia en memoria.
Desde la psicología sabemos que el duelo necesita ser nombrado, sentido y ritualizado. No basta con comprender racionalmente la muerte; hay que darle cuerpo y forma. Los altares, las velas, el pan, las fotografías, son lenguajes del inconsciente colectivo que permiten convertir la ausencia en presencia simbólica.
Colocar una ofrenda es un acto terapéutico: un gesto de amor y de memoria, pero también de integración. El doliente participa activamente en la reconstrucción del vínculo perdido. A través del rito, el dolor encuentra estructura y cauce. En la espera de cada noche partiendo del 31 de octubre a veces incluso antes hasta al 3 de noviembre, se recrea un encuentro simbólico con quienes partieron. Los vivos los llaman por su nombre, colocan sus mejores fotografias, les preparan sus platillos favoritos, iluminan su camino con velas y flores. Y en ese gesto, los muertos “regresan”, aunque solo sea en la dimensión del recuerdo o del sueño.
Octavio Paz escribió en El laberinto de la soledad: “El mexicano no teme a la muerte, la acaricia, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.” Esa relación casi lúdica y poética con la muerte no es negación, sino aceptación. Al rendirle homenaje, el mexicano la domestica, la convierte en parte de la vida misma. El altar es entonces una afirmación de continuidad: la certeza de que el amor no muere, solo cambia de forma.
En esa misma línea, Carlos Fuentes señaló que el Día de Muertos representa “la reconciliación del mexicano con su propio destino”. A través del rito, la sociedad mexicana asume lo inevitable con belleza: el duelo se transforma en arte, y el dolor en celebración.
Incluso Juan Rulfo, en Pedro Páramo, parece recordarnos que la frontera entre los vivos y los muertos es tenue: “El tiempo se detiene allá en Comala; los muertos siguen hablando, porque todavía tienen algo que decir.” Esa continuidad entre la voz del ausente y el oído del vivo se materializa cada noviembre en los altares y en las memorias compartidas.
El Día de Muertos, en el fondo, es una ceremonia colectiva de salud emocional. Nos recuerda que no estamos solos en el duelo; que la pérdida no se vive en silencio, sino en comunidad. En lo subjetivo, nos ayuda a darle sentido al vacío; en lo colectivo, reafirma que la muerte forma parte de la vida.
Quizá por eso, al encender una vela o poner una flor, sentimos que alguien nos acompaña. No es solo un recuerdo: es una forma de seguir amando en otro registro, donde el tiempo y la materia se vuelven simbólicos. Como si, por un instante, la distancia entre el “aquí” y el “allá” se desvaneciera y comprendiéramos —como decía Paz— que “la vida y la muerte son inseparables; una da sentido a la otra.”
Porque en México, al honrar a los muertos, también aprendemos a honrar la vida.
****Los comentarios de la columna opinión son responsabilidad de quien la firma y no necesariamente reflejan la postura editorial de contramuro.com
