Desde niño mi padre fue cantante, lo elegían para todos los festivales y él se presentaba seguro del poder de su voz

Desde niño mi padre fue cantante, lo elegían para todos los festivales y él se presentaba seguro del poder de su voz.

Se fue del pueblo a los 13 años y regresó dos décadas después. Ahora cantaba  canciones extrañas: romances, coplas antiguas y madrigales.

Se enamoró de mi madre que era pianista y formaron una gran mancuerna, amorosa y musical. Se presentaban en pequeños teatros, capillas y parroquias de todo el Bajío. Mi padre se negaba a cantar las canciones populares, pero interpretaba su repertorio con tal maestría que los asistentes se sentían cerca de algo sublime y espiritual. Los conciertos se llenaban, acudían personas de todas las clases sociales.

Él aseguraba que la mala música «es el ruido que los humanos perpetran para imponerse sobre la naturaleza en vez de acompañarla».

Siempre fuimos pobres, pero la voz y el piano nos regalaron una alegría para toda la vida. Ahorraban algo de lo que ganaban, tomados de la mano iban a depositar en el banco todos los lunes.

Cuando yo estaba por terminar la carrera de pianista en el Conservatorio de Música, viajaba al pueblo a visitarlos una vez al mes. Ellos seguían presentándose aquí y allá, pero todo cambió esa noche trágica, mi padre aseguró que no volvería a cantar: «Mi voz ha perdido el grosor y los pulmones ya no la pueden ayudar».

El cantante murió dos meses después, todo el pueblo acudió al funeral. Mi madre lo siguió un año más tarde, tenía prisa por alcanzarlo.

Ahora que estoy en el camerino, a punto de iniciar mi concierto, recuerdo a mi padre con un nudo en la garganta. Fue un hombre bondadoso que sólo cantó aquello que lo conmovía.