Estoy convencido de que esta lluvia será eterna, pero escúchenme bien, todo cambia en este instante

Saúl Juárez

Pueden escucharla, es una lluvia uniforme, sin estridencias, parejita, casi silenciosa.

Oigan las gotas golpear la ventana de mi cuarto de azotea. Acostado en mi cama siento la humedad colándose por toda rendija. El agua es una bendición o una fatalidad.

No es una tormenta, sólo se trata de una lluvia que no cesa. A las tres de la madrugada, marcadas en las manecillas fluorescentes del reloj, la lluvia empieza a caer en mi cuarto. Imagínenme tapándome la cabeza con la manta.

Lluvia intrusa, impertinente. No es que sea mortífera, sencillamente empapa mis pensamientos. Supongan que mis ideas acuáticas escurren hasta convertirse en un remolino de alcantarilla. En algún momento la memoria también se vuelve líquida y provoca torbellinos.

Así transcurren los años y sigue lloviendo al grado de que ya tengo escamas en la espalda. No me siento triste, aunque reconozco cierta melancolía cuando comienza a crecer el lirio en mi habitación. Lluvia de lago. La planta acaba por adueñarse de todo, incluidos brazos y piernas. Piensen ustedes que soy un individuo del color de la lama. Les aseguro que me ha nacido una flor morada en la palma de la mano.

Estoy convencido de que esta lluvia será eterna, pero escúchenme bien, todo cambia en este instante. De la nada brota un silencio poderoso. Me levanto de la cama y voy hacia la puerta respirando aún por los poros.

Asómbrense todos, al salir a la azotea encuentro que el sol resplandece y un viento diáfano empuja las nubes negras. Segundos después escucho el tráfago del edificio y de la ciudad. He vuelto a engañarme, sólo ha sido una noche lluviosa y nada más. Ustedes perdonen las molestias causadas.